viernes, 10 de junio de 2011

PostHeaderIcon El Primer Cazador de Microbios

CAPITULO I


ANTONY LEEUWENHOEK

 

EL PRIMER CAZADOR DE MICROBIOS



I

Hace doscientos cincuenta años que un hombre humilde, llamado Leeuwenhoek, se asomó por vez primera a un mundo nuevo y misterioso poblado por millares de diferentes especies de seres diminutos, algunos muy feroces y mortíferos, otros útiles y benéficos, e, incluso, muchos cuyo hallazgo ha sido importantísimo para la Humanidad que el descubrimiento de cualquier continente o archipiélago.
 
Ahora, la vida de Leeuwenhoek es casi tan desconocida como lo eran en su tiempo los fantásticamente diminutos animales y plantas que él descubrió. Esta es la vida del primer cazador de microbios. […]
Estos cazadores, en su lucha por registrar este microcosmos no vacilan en jugarse la vida. Sus aventuras están llenas de intentos fallidos, de errores y falsas esperanzas. Algunos de ellos, los más osados, perecieron víctimas de los mortíferos microorganismos que afanosamente estudiaban. Para muchos la gloria lograda por sus esfuerzos fue vana o ínfima.


Hoy en día los hombres de ciencia constituyen un elemento prestigioso de la sociedad, cuentan con laboratorios en todas las grandes ciudades y sus proezas llenan las páginas de los diarios, a veces aún antes de convertirse en verdaderos logros. Un estudiante medianamente capacitado tiene las puertas abiertas para especializarse en cualquiera de las ramas de la ciencia y para ocupar con el tiempo una cátedra bien remunerada en una acogedora y bien equipada universidad. Pero remontémonos a la época de Leeuwenhoek, hace doscientos cincuenta años, e imaginémonos al joven Leeuwenhoek, ávido de conocimientos, recién egresado del colegio y ante el dilema de elegir carrera. En aquellos tiempos, si un muchacho convaleciente de paperas preguntaba a su padre cuál era la causa de este mal, no cabe duda que el padre le contestaba: «El enfermo está poseído por el espíritu maligno de las paperas». Esta explicación distaba de ser convincente, pero debía aceptarse sin mayores indagaciones, por temor a recibir una paliza o a ser arrojado de casa por el atrevimiento de poner en tela de juicio la ciencia paterna. El padre era la autoridad.


Así era el mundo hace doscientos cincuenta años, cuando nació Leeuwenhoek. El hombre apenas había empezado a sacudirse las supersticiones más obscuras, avergonzándose de su ignorancia. Era aquel un mundo en el que la ciencia ensayaba sus primeros pasos; la ciencia, que no es otra cosa sino el intento de encontrar la verdad mediante la observación cuidadosa y el razonamiento claro. Aquel mundo mandó a la hoguera a Servet por el abominable pecado de disecar un cuerpo humano, y condenó a Galileo a cadena perpetua por haber osado demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol.


Antonio van Leeuwenhoek nació en 1632, en Holanda […] Muchos años después se casó y abrió una tienda de telas y adquirió una extraña afición pues había oído decir que fabricando lentes de un trozo de cristal transparente, se podían ver con ellas las cosas de mucho mayor tamaño que lo que aparecen a simple vista. Poco sabemos de la vida de Leeuwenhoek entre sus 20 y 40 años, pero es indudable que por esos entonces se le consideraba un hombre ignorante; no sabía hablar más que holandés, lengua despreciada por el mundo culto que la consideraba propia de tenderos, pescadores y braceros. En aquel tiempo, las personas cultas se expresaban en latín, pero Leeuwenhoek no sabía ni leerlo. La Biblia, en holandés, era su único libro. Con todo, su ignorancia lo favoreció, porque aislado de toda la palabrería docta de su tiempo no tuvo más guía que sus propios ojos, sus personales reflexiones y su exclusivo criterio. Sistema nada difícil para él, pues nunca hubo hombre más terco que nuestro Antonio Leeuwenhoek.


¡Qué divertido sería ver las cosas aumentadas a través de una lente! Pero, ¿comprar lentes? ¿Leeuwenhoek? ¡Nunca! Jamás se vio hombre más desconfiado. ¿Comprar lentes? No, ¡él mismo las fabricaría!
Visitando las tiendas de óptica aprendió los rudimentos necesarios para tallar lentes; frecuentó el trato con alquimistas y boticarios, de los que observó sus métodos secretos para obtener metales de los minerales, y empezó a iniciarse en el arte de los orfebres. Era un hombre de lo más quisquilloso; no le bastaba con que sus lentes igualaran a las mejor trabajadas en Holanda, sino que tenía que superarlas; y aun luego de conseguirlo se pasaba horas y horas dándoles una y mil vueltas. Después montó sus lentes en marcos oblongos de oro, plata o cobre que el mismo había extraído de los minerales, entre fogatas, humos y extraños olores. Hoy en día, por una módica suma, los investigadores pueden adquirir un reluciente microscopio; hacen girar el tornillo micrométrico y se aprestan a observar, sin que muchos de ellos sepan siquiera ni se preocupen por saber cómo está construido el aparato. Pero en cuanto a Leeuwenhoek...


Naturalmente, sus vecinos lo tildaban de chiflado, pero aún así, y pesar de sus manos abrasadas, y llenas de ampollas, persistió en su trabajo, olvidando a su familia y sin preocuparse de sus amigos. Trabajaba hasta altas horas de la noche en apego a su delicada tarea. Sus buenos vecinos se reían para sí, mientras nuestro hombre buscaba la forma de fabricar una minúscula lente —de menos de tres milímetros de diámetro— tan perfecta que le permitiera ver las cosas más pequeñas enormemente agrandadas y con perfecta nitidez. Sí, nuestro tendero era muy inculto, pero era el único hombre en toda Holanda que sabía fabricar aquellas lentes, y él mismo decía de sus vecinos: «Debemos perdonarlos, en vista de su ignorancia».


Satisfecho de sí mismo y en paz con el mundo, este tendero se dedicó a examinar con sus lentes cuanto caía en sus manos. Analizó las fibras musculares de una ballena y las escamas de su propia piel en la carnicería, consiguió ojos de buey y se quedó maravillado de la estructura del cristalino. Pasó horas enteras observando la lana de ovejas y los pelos de castor y liebre, cuyos finos filamentos se transformaban, bajo su pedacito de cristal, en gruesos troncos. Con sumo cuidado disecó la cabeza de una mosca, ensartando la masa encefálica en la finísima aguja de su microscopio. Al mirarla, se quedó asombrado. Examinó cortes transversales de madera de doce especies diferentes de árboles, y observó el interior de semillas de plantas. «¡Imposible!», exclamó, cuando, por vez primera, contempló !a increíble perfección de la boca chupadora de una pulga y las patas de un piojo. Era Leeuwenhoek como un cachorro que olfatea todo lo que hay a su alrededor, indiscriminadamente, sin existir miramiento alguno.
 

II

[…] Se vio precisado a fabricar cientos de microscopios. Así podía volver a examinar los primeros especímenes y confrontar cuidadosamente el resultado de las nuevas observaciones. Sólo hasta estar seguro de que no había variación alguna en lo que atisbaba […] hacía algún dibujo de sus observaciones. Y, aún así, no quedaba del todo satisfecho y solía decir:
«La gente que por primera vez mira por un microscopio dice: «Ahora veo una cosa, luego me parece diferente». Es que el observador más hábil puede equivocarse. […] Así, durante veinte años, trabajó en completo aislamiento. En aquel tiempo, la segunda mitad del siglo XVII […] hombres singulares comenzaban a dudar de aquello que hasta entonces era considerado como verdad y decían: «Sólo nos fiaremos de nuestras propias observaciones mil veces repetidas, y de los pesos exactos de nuestras balanzas. Únicamente nos atendremos al resultado de nuestros experimentos, y nada más». Así, Regnier de Graaf miró por aquellas diminutas lentes de Leeuwenhoek, únicas en toda Europa; y después se apresuró a escribir a sus colegas de la Real Sociedad:
«Hagan ustedes que Antonio van Leeuwenhoek les escriba sobre sus descubrimientos».
Leeuwenhoek escribió una carta con la que los miembros de la Real Sociedad quedaron asombrados con las maravillas que Leeuwenhoek aseguraba haber visto a través de sus lentes. Al dar las gracias a Leeuwenhoek, el Secretario de la Real Sociedad le dijo que esperaba que esa su primera comunicación fuera seguida de otras. Y, lo fue, por cientos de ellas en el transcurso de cincuenta años.
[…] Recordemos que en la época de Leeuwenhoek no existían microscopios, sino simples lupas o cristales de aumento y lo que vio aquel día a través de su microscopio, es el comienzo de esta historia, un día, después de tomar una muestra, se escuchó la agitada voz de Leeuwenhoek a su hija:
—¡Ven aquí! ¡Rápido! ¡En el agua de lluvia hay unos bichitos! ¡Nadan! ¡Dan vueltas! ¡Son mil veces más pequeños que cualquiera de los bichos que podemos ver a simple vista! ¡Mira lo que he descubierto!
Había llegado el día de su vida para Leeuwenhoek. Alejandro descubrió en la India elefantes gigantescos hasta entonces jamás vistos por los griegos; pero estos elefantes eran tan conocidos para los indios como los caballos para Alejandro […] Pero Leeuwenhoek había admirado un mundo fantástico de seres invisibles a simple vista, criaturas que habían vivido, crecido, batallado y muerto, ocultas por completo a la mirada del hombre desde el principio de los tiempos; seres de una especie que destruye y aniquila razas enteras de hombres diez millones de veces más grandes que ellos mismos […] Este es el mundo invisible, insignificante pero implacable —y a veces benéfico— al que Leeuwenhoek, entre todos los hombres de todos los países, fue el primero en asomarse. Ese fue el día de su vida para Leeuwenhoek...

III

[…] Con el paso del tiempo pudo encontrar la forma de cultivar miles de bichitos, había llegado el momento de informar de todo esto a los grandes señores de Londres, en página tras página […] les contó cómo un millón de estos animalillos cabrían en un grano de arena, y cómo una sola gota de su agua de pimienta, en la que tan bien se desarrollaban, contenía más de dos millones setecientos mil animalillos...
[…] Real Sociedad encargó a Robert Hooke y a Nehemiah Grew la construcción de los mejores microscopios de que fueran capaces, y también la preparación de agua de pimienta de la mejor calidad. El 15 de noviembre de 1677 llegó Hooke a la reunión, presa de gran excitación, pues Leeuwenhoek no había mentido. ¡Allí estaban aquellos increíbles bichos! Los miembros se levantaron de sus asientos, apiñándose alrededor del microscopio; miraron y exclamaron:
—¡Ese hombre es un mago de la observación!
¡Día inolvidable para Leeuwenhoek! Poco más tarde, la Real Sociedad lo nombró miembro y le envió un elegante diploma de socio, en una caja de plata cuya tapa ostentaba grabado el emblema de la Sociedad. La respuesta de Leeuwenhoek no se dejó esperar: «Os serviré fielmente durante el resto de mi vida». Y, fiel a su promesa, siguió enviándoles aquellas cartas, mezcla de comentarios familiares y de ciencia, hasta su muerte, acaecida a los 91 años. […]
IV

[…] Parece extraño que en ninguna de sus 112 cartas, Leeuwenhoek hiciera la menor alusión al daño que esos animalillos le podrían causar al hombre. […] Los cazadores modernos —si es que disponen de tiempo para estudiar los escritos de Leeuwenhoek— tienen mucho que aprender de su renuncia a sacar conclusiones precipitadas, evitando dejarse llevar por la imaginación, pues en los últimos cincuenta años resulta que miles de microbios fueron denunciados como causantes de otras tantas enfermedades siendo así que, en la mayoría de los casos, esos gérmenes no eran sino huéspedes casuales del cuerpo al presentarse la enfermedad. Leeuwenhoek tenía mucho cuidado de no hacer atribuciones precipitadas; por su sano instinto comprendía la complejidad infinita de la realidad, y dado el confuso laberinto de causas que rigen la vida, evitaba caer en el peligro de determinar a una cosa como causa de otra...
Leeuwenhoek hizo mucho más, observó los vasos capilares de un pez, descubrió los espermatozoides del hombre, y su nombre llegó a ser conocido en toda Europa […] Admiraba al Dios de su patria, pero su verdadero Dios era la verdad. He aquí su profesión de fe:
«Estoy decidido a no aferrarme tenazmente a mis ideas, abandonándolas tan pronto como encuentre razones plausibles para hacerlo. Tan cierto es esto como que mi único propósito, y en la medida de mis fuerzas, es poner la verdad frente a mis ojos, y emplear el poco talento que me ha sido concedido en apartar al mundo de sus viejas supersticiones paganas, caminando en la verdad sin abandonarla jamás».
Este fue Antony Leeuwenhoek.

Encontrarás el texto completo y sin editar en:
De Kruif, Paul (2006), Los cazadores de microbios, 12ª ed., Ed. Porrúa, México.

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